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Y con el recuerdo enorme e imborrable, para mi mejor amigo de los últimos quince años.

La mentira, en sí misma, siempre es, siempre, la más grande de las verdades. El mundo se hizo así…

Y dicen, se dice, que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Pero el diablo, irascible, acuchilló a Adán, le extrajo una costilla y se expone, sin demasiado convencimiento, que de ella creó a la mujer… Seguramente, lo mejor que se creó.

Rachel observaba desde su privilegiada situación en la terraza de su ático el recorrido y escenario de la gran fiesta del orgullo gay. Tenía la certeza, por convicción, de que Dexter, su marido, se encontraba entre la masa de manifestantes que circundaban la trocha de las 52 carrozas que se hallaban anunciadas para la ocasión. Aquel día de primeros de julio se había convertido en un día grande. Un festivo en la capital de España que, sin serlo de hecho y por haberse fijado en sábado, acogía la mayor celebración de la denominada diversidad en todos sus ámbitos axiomáticos. El orgullo se revelaba. Se mostraba ante el mundo como lo que es y como lo que era. Con sus derechos, con sus esencias, con el significado de su naturaleza y con una disposición de vida imprecisa que todavía competía ante una sociedad inquieta, desconcertada y siempre flagelada por el «sí, pero no», o con el «no, pero sí». El mundo parecía cambiar. La sociedad consideraba que debía amoldarse con prudencia a los nuevos tiempos, a las nuevas circunstancias, cuya objetividad vital se manifestaba insumisa desde que la creación del ser humano se inicia. Se mostraba reflexiva ante la situación en que se mantenían vivas ciertas indicaciones que revelaban que para 2050 más del cincuenta por ciento de la población estaría ubicada en la órbita homosexual de un planeta nuevo y comprometido con las tendencias equilibradas de una realidad difusa. La propia Iglesia católica así lo había manifestado. Pero para Rachel lo indiscutible, lo innegable, se circunscribía a la realidad actual. A su propio entorno como mujer, como esposa y como un ente impreciso ante un futuro que se manifestaba en el horizonte como imaginario. Prestaba una cierta atención a la multitud, aunque su mente seguía divagando sobre su propio yo. Sobre una existencia plagada de tramas, de solitud, que en ningún modo debían considerarse como una frustración de vida. Sin embargo, las circunstancias, las últimas realidades que le habían determinado vivir, le condicionaban la continuidad de un soterrado quehacer ignorado por todos quienes la rodeaban. Es más, los logros alcanzados dentro de las más oscuras tinieblas deberían permanecer ahí: en la fosa del olvido. Solo en el Mossad, soberanos de la acción encubierta, tenían plena constancia de ellos en sus subrepticios servicios y actuaciones en favor, siempre, del hecho americano.

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