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Desde entonces, Rachel se sentía como una definición impropia de la consecuencia sobrevenida. Su soledad, su ilegítimo aislamiento, la obligaba a delimitar continua y constantemente su futuro. Un futuro que a su edad cada vez procedía a ser más indeterminado, más aleatorio, más trivial, con el agravante de una situación parental totalmente indefinida para la sociedad de su tiempo, pero claramente diáfana para sí misma. Y dentro de su análisis sensorial, precisaba un cambio donde pudiera sentirse como mujer, como dueña de una situación que con el tiempo la había convertido en un soslayado componente de vida diaria sin el mínimo aliciente al que acogerse. Miró a Ruchy. Observó a su perrito, que con ansiedad intentaba descifrar el sentir de su dueña a la vez que, a su manera, intentaba solicitar el deseado paseo de la tarde.

—¿Nos vamos, Ruchy?

El animal, radiante, pegó un brinco y restregó parte de su hirsuta cabeza en las piernas de su dueña y compañera habitual en un claro signo de gratitud.

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