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El rostro de la mujer, de unos cuarenta años y aspecto más que versátil, demostraba una total indiferencia al respecto. Sin embargo, el propio aspecto físico ya representaba tener la condición de búsqueda de algo más que una primera cita para el mutuo conocimiento. También su forma de vestir, de maquillarse y de proceder manifestaba a las claras que su circunstancia personal trataba de ocultar la realidad y finalidad del encuentro: la prostitución. Era evidente que en ningún caso llegó a interesarse por el estado del herido y, ni por asomo, a entablar una mínima relación de trato con la presunta hermana del hombre a quien esperaba conocer y, caso de agradarse, mantener una relación futura.

La segunda cita fue más o menos parecida, similar a la anterior. Los visos en que se proyectaban mantenían vivas las carencias que había determinado con anterioridad y, por tanto, clarificaba con espanto el género en que se definían los contactos. Bien es cierto que la propia publicidad de las páginas web indicaba el tipo de relación que se requería y las apetencias personales en que se delineaban: «Soy divertida/o, romántica/o y sexy; con preferencias de sexo apasionado, oral, salvaje o lo que se tercie. La relación tendría que ser una sensual pausa para romper la rutina o una aventura sensorial».

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