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Una mirada, una expresión, colmada de surrealismo, pero que revelaba de una forma más que evidente cuál podría ser su circunstancia.

—¿Y hace mucho que estás destinado en Madrid? —le tuteó Albert.

—Más o menos va para tres años.

—Pues te felicito. Tu castellano casi roza la perfección. Casi incidiría en que es mejor que el mío —reveló—. Yo soy catalán… —Dejó la frase en suspenso, como si se tratase de un cualitativo diferente—. No hablarás catalán, ¿no?

—A tanto no llego, pero lo entiendo. Y sobre el castellano, lo cierto es que estuve destinado un tiempo corto en Sudamérica, donde aprendí el idioma. Más tarde me casé con una casi española y desde ahí, con su ayuda, he tratado de perfeccionarlo.

—¿En Sudamérica dónde?

—¡Che, vos, pibe, en Buenos Aires! —pronunció con un correcto acento argentino.

La relación entre ellos se confirmó pocas semanas después. Albert pasó por su despacho en Madrid; se llamaron, se vieron, se acercaron y lo demás solo ellos mismos podrían derivarlo en una definición más templada, más explícita, más palmaria. Pero el resultado consecuente fue el que más tarde procedió a ser considerado como el final de una fase propia. La etapa personal de un embajador de los Estados Unidos, cuya conclusiva resolución se revelaba en manos de aquellos votantes norteamericanos que eligieron a un republicano y que fueron, por sí mismos, los que definieron las esencias ajustadas de su futuro.

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