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Se habían conocido en una cafetería del centro de la capital andorrana. Los había presentado un amigo común y Albert, abogado catalán con correspondencia de despacho en Andorra y Madrid, se sorprendió de una manera poco crédula cuando se lo presentaron como el embajador de los Estados Unidos. Es sabido que la embajada norteamericana abarca los dos territorios y en algunas ocasiones Dexter se desplazaba al pequeño país de la fábula y la quimera para reunirse con su ministro de Exteriores y examinar ciertos asuntos que, en su mayoría, derivaban de la cuestión fiscal y el blanqueo de fondos de ciudadanos americanos poco recomendables. La legislación opaca del Principado en materia bancaria dejaba mínimos esquemas por donde incidir, pero siempre llegaba a encontrarse un modo ponderado por donde quebrantar la fortaleza del sistema.

—¿Es cierto eso? Es que no me puedo hacer a la idea de estar tomando un aperitivo con un personaje tan significativo. —Miró alrededor en busca de la escolta.

—No te preocupes —exclamó Dexter—. Es muy corriente que la gente se sorprenda cuando revelan el cargo que ocupas. Pero soy una persona normal en todos los sentidos —confesó, procediendo a realizar una mirada hermética a su interlocutor; pero una contemplación cargada de expectativas.

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