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Para Susú los actores eran médiums, eran nada y lo eran todo. Hoy podían ser abogados, mañana reyes y pasado mañana dementes. Estaba convencida que con el alma humana —la Gran Intérprete— sucedía lo mismo, que era una especie de actriz ecléctica jugando en el escenario de un universo infinito. Susú estaba ebria de lucidez al punto de bordear la locura, pero algo de razón tenía. Como buena discípula de Eugenio Barba, sabía manejar su energía. Sabía entrar y salir de sus personajes como quien se zambulle en el mar y luego se seca al sol, sin quedarse pegada, pero al momento de estar al servicio de ellos les daba todo su ser. Solía expresar que «el teatro sucede en el aquí y ahora, en un presente sagrado, como la vida misma». Y tenía razón, es un plano secuencia sin cortes ni ediciones. Su pasión no le permitía escatimar, como a la hora de cocinar y alimentar a su manada. Era exagerada, sí. Tenía la virtud de ser creíble en las tablas porque en la vida era auténtica. Y única.

Cuando bajó el telón de su vida, parte del viejo se fue con ella y nunca más volvió. El apagón. Ese silencio oscuro es el costo que nos dejan las personas luminosas cuando culminan su última función. Y ahí quedamos conmovidos, aplaudiéndolos aunque nada garantice que se nos escuche detrás de bambalinas.


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