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VII



El Teatro Odín había sido, era y sería mi lugar en el mundo. Lo había comprado el viejo a principios de los años setenta. Don Pepe Serrano sabía del tema porque estaba en la movida teatral desde que era chico. Empezó vendiendo gaseosas, después fue boletero y acomodador hasta llegar a ser maquinista. El muy astuto se arrimó a los que sabían, que por aquel entonces también enseñaban y hacían lugar. Así fue como el viejo, cuando joven, se convirtió en productor. Al poco tiempo se casó con su novia Mercedes —una amargada profesora de piano— y tiempo después nació Luciano.

La naturaleza positiva de Pepe no se llevaba nada bien con la vida rancia y desafinada que llevaba junto a la pianista, y esto hizo que la dejara. Que la dejara resentida, claro. Ella nunca pudo perdonarlo aunque fuera el mejor padre que Luciano, la traidora y yo pudimos haber tenido. Cuando crecí, en nuestras charlas de hombre a hombre el viejo me contaba que era difícil convivir con una quejica crónica, con alguien que no se quiere ni un poco y que en vez de hacer más linda la vida le acentúa el sinsentido, el absurdo y el dolor que ya trae de por sí. Le di la derecha y anoté mentalmente ese sabio consejo con apariencia de confesión. Pepito se sacudió a Mercedes de sí mismo como quien se saca una tarántula del hombro, como un acto reflejo defensivo.


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