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De repente sentí que me encogía. La habitación del estudio había cobrado dimensiones inmensas o yo me había reducido al tamaño del cencerro de la gata. Era la segunda opción. Me sentía enrollado por una ola de pensamientos que, en vez de dejarme tirado en alguna orilla, me adentraban en el centro de mis memorias más sentidas. Porque el hecho de que mi hermana me soplara a mi mujer podía entenderlo, pero que lo hiciera cuando yo estaba contra las cuerdas, golpeando las puertas del infierno, era no tener un solo código.
Quizás ya lo hacían desde antes, solo que no se me hubiera pasado por la cabeza ni siquiera sospecharlo. No hay peor ciego que el miope emocional, y en eso yo era ganador del premio «Monóculo de platino». Nunca me había metido en la vida privada de Vanina. Que en treinta años nunca hubiera presentado a la familia ningún novio o filito era una clara señal de que era lesbiana, pero como soy un pelotudo lo asociaba a su personalidad reservada, a ciertos pudores o a que era una mujer moderna que no tenía por qué presentar a nadie en casa.