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Salí del departamento y enfilé para el Microcentro porteño. Iba ganando en altura a medida que me alejaba de Gurruchaga y la Indignación. No sabría decir si me molestaba más que Pilar me fuera infiel o la traición de mi propia hermana. Esa nena de flequillo peinada con dos colitas, de pollera escocesa y cachetes tiernos, no tenía nada que ver con esta mina de pómulos marcados, cara angulosa y un muestrario de tatuajes en su espalda y extremidades. La Vanina adulta acababa de morir para mí y, aunque la chiquita no tenía nada que ver y me desgarrara perderla, eran la misma. Algo así debe haber sentido Abel, si es que tuvo tiempo de pensar, antes que lo bajen de un hondazo. Me cago en la ley primera y qué más da que nos devoren los de afuera.

La calle Corrientes me distrajo por un momento. A cada paso que daba me ametrallaban mil pensamientos con sus respectivos manojos de preguntas, hasta que un canillita de más o menos veinte años me interrumpió con sus gritos. En vez de vocear «Diariooo, diariooo» el muchacho alarmaba con tono desesperado:


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