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José preocupado, no consigue lugar de hospedaje en la posada y tuvo que refugiarse en una gruta de animales. Y a María le llegó el tiempo del parto: dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre (Cf. Lc 2,6-7).

El Niño era recibido y cobijado por el cariño y el cuidado de su Madre: ¿Quién puede imaginar los sentimientos del corazón de María acunando a su bebé y dándole de amamantar? Estaba la presencia respetuosa y delicada de José ante el Niño que él había recibido como promesa durante un sueño en el que él creyó (Cf. Mt 1,20-21) y ahora era su Hijo adoptivo.

Los mismos ángeles del cielo se alegraban con gran gozo por el nacimiento del Salvador y alababan a Dios diciendo: “gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres amados por él!». “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19).

“Ocho días después llegó el tiempo de circuncidar al Niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el ángel antes de su concepción. Y conforme a la Ley de Moisés llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor y hacer la ofrenda correspondiente” (Lc 2,21-24). Así Jesús se incorpora y pasa a ser reconocido como miembro del Pueblo de Dios según la Antigua Alianza.

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