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Cuando usamos la palabra santo para describir a Dios, enfrentamos otro problema. Con frecuencia describimos a Dios compilando una lista de cualidades o características que llamamos atributos. Decimos que Dios es espíritu, que lo conoce todo, que es amoroso, justo, misericordioso, un Dios de gracia, etcétera. La tendencia es agregar la idea de santo a esta larga lista de atributos como sólo uno más. Pero cuando la palabra santo es aplicada a Dios, no significa sólo un atributo. Al contrario, Dios es llamado santo en un sentido general. La palabra es usada como un sinónimo de su deidad, es decir, santo se refiere a todo lo que Dios es. Esa palabra nos recuerda que todo en El es santo: su santo amor, su santa justicia, su santa misericordia, su santa ciencia, su Santo Espíritu.

Hemos visto que el término santo se refiere a la trascendencia de Dios, por la cual El está por encima y más allá del mundo. Hemos visto también que Dios puede acercarse y consagrar cosas terrenales y hacerlas santas. Su toque, repentinamente, convierte lo común en especial. Con esto confirmamos que nada en este mundo es santo en sí mismo. Sólo Dios puede hacer algo santo. Sólo Dios puede consagrar. Cuando nosotros llamamos santo a algo que no es santo, cometemos el pecado de idolatría. Le damos a las cosas comunes el respeto, la admiración, el homenaje y la adoración que sólo a Dios pertenecen. Adorar a las criaturas antes que al Creador es la esencia de la idolatría.

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