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El misterioso carácter de un Dios santo es expresado en la palabra latina augustus. Les causó problemas a los primeros cristianos atribuir este título al César. Para ellos, ninguna persona era digna del título augusto. Sólo Dios podía ser llamado con propiedad el augusto. Ser augusto es inspirar asombro, o ser asombroso. En el sentido más elevado, sólo Dios es asombroso.

En el estudio de Otto sobre la experiencia humana de lo santo, él descubrió que las más claras sensaciones que los humanos tienen cuando experimentan lo santo es un sobrecogedor y abrumador sentimiento de ser criaturas. Es decir, cuando somos conscientes de la presencia de Dios, notamos más que somos criaturas. Cuando nos encontramos con el Absoluto, sabemos de inmediato que nosotros no somos absolutos. Cuando nos hallamos con el Infinito, nos hacemos agudamente conscientes de que nosotros somos finitos. Cuando vislumbramos al Eterno, sabemos que somos temporales. Encontrarse con Dios es un poderoso estudio de contrastes. Nuestro contraste con el “Otro” es sobrecogedor. El profeta Jeremías se quejó con Dios: “Me sedujiste oh Jehová, y fui seducido, más fuerte fuiste que yo y me venciste” (Jeremías 20:7).

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