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Pero algo estaba ausente en mi nueva vida cristiana. Mi celo era abundante, pero estaba marcado por superficialidad, una clase de simplicidad que estaba haciendo de mí una persona uni-dimensional. En cierto modo yo era un unitario, un unitario de la segunda persona de la Trinidad. Yo sabía quién era Jesús, pero Dios el Padre estaba envuelto en el misterio. El era un enigma escondido para mi mente y un extraño para mi alma. Un velo obscuro cubría su rostro.

Mi clase de Filosofía cambió todo eso.

Era un curso que no me interesaba. Estaba ansioso de terminarlo, y dejar detrás de mí ese curso obligatorio. Yo había escogido especializarme en la Biblia, y pensaba que las abstractas especulaciones de la clase de Filosofía eran un desperdicio de tiempo. Escuchar a los filósofos discutir acerca de la razón y de la duda me parecía vacío. No encontraba alimento para mi alma. Nada que encendiera mi imaginación, sólo difíciles y aburridos problemas intelectuales que me dejaban frío, hasta que llegó esa tarde de invierno.

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