Читать книгу Estudios sobre la psicosis. Nueva edición reescrita y ampliada онлайн

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Si en este caso el delirio parece encaminarse hacia una salida que entraña el paso al acto, en el «caso Wagner» la articulación entre delirio y crimen me parece mostrar una lógica contraria. Así que dejamos París y nos trasladamos al sur de Alemania, a los alrededores de Stuttgart. Corría el año 1913 cuando el maestro titular de escuela Ernst Wagner, de treinta y nueve años, asesinó a sangre fría a su mujer y a sus cuatro hijos.

Pero la cosa no quedó ahí, pues estos crímenes fueron tan sólo el primer acto de su mortífero plan para exterminar de la faz de la tierra a la «estirpe degenerada de los Wagner» («todos los Wagner deben morir», había dejado escrito este «ángel exterminador», como a sí mismo se definió). Antes de abandonar la casa familiar de Degerloch, cubrió con mantas los cadáveres de su esposa e hijos, se vistió con ropas oscuras y se pertrechó con unos garfios de hierro comprados para la ocasión, sus tres armas de fuego y abundante munición. A continuación, montó en su bicicleta recién reparada para el acontecimiento y pedaleó hasta Stuttgart, primera parada de su ominoso viaje en dirección a Mühlhausen, aldea a la que llegó a la hora prevista, tal y como venía planificando desde hacía casi cinco años. Tras haber inspeccionado aquel terreno sobradamente conocido, pues había ejercido su profesión allí algunos años antes, se libró a la ejecución de la segunda parte de su plan. Cubrió su rostro con un velo negro y procedió a incendiar algunos graneros con ánimo de sembrar el pánico entre los lugareños. Éstos, que corrían despavoridos a sofocar los incendios y a rescatar el ganado, se convirtieron en presas fáciles para las balas de los dos máuser del enlutado exterminador. Vació las recámaras, pero ni en el frenesí de su locura criminal dirigió sus disparos contra mujeres y niños, sólo contra varones adultos, tal como le indicaba el axioma de su certeza. Agotada la munición, algunos intrépidos lograron reducirlo. En el suelo, malherido, sin conocimiento y con la mano izquierda destrozada, yacía el pirómano y asesino sin que ninguno de los paisanos reconociera aún ese rostro bien familiar. Seguramente el que lo dieran por muerto le libró de ser allí mismo ajusticiado.

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