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Para mi madre las fotografías son prescindibles: tiene mayor resonancia el recuerdo que albergan; como objeto, únicamente sirven de catalizador.

Una fotografía no debería limitar el recuerdo a su imagen.

Esos álbumes que armó mi madre con el material impreso al que dio orden e incluso acompañó de textos cortos, descriptivos, a manera de comentario, no los hojea ella, no los hojea nadie: permanecen guardados en algún rincón de la casa donde vive mi familia. El proceso de seleccionar y recordar la hacía feliz. Sintetizar la vida en pocas instantáneas y narrarla aludiendo a lo que quedó fuera del marco fue su trabajo de arqueología para nuestro futuro.

Mi madre nunca me enseñó a voltear el rostro. Siempre mira de frente, me repetía. Su dulzura al mirar el objetivo rayaba en la tristeza.

¿Qué futuro imaginaría al crear los montajes de nuestras vidas en aquellos álbumes? ¿Quiénes creyó que los consultarían? ¿Quién es parte de ese nosotros?

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Cuando tenía diez años, mientras cenábamos en un restorán, tiré accidentalmente una bebida color rojo sobre la mesa y el vestido de mi madre. Nunca volvió a ponerse aquel vestido; la mancha se aferró por más detergente y jabón, por más que talló la prenda. Mi hermana mayor hubiera tenido doce años esa noche.

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