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Me puse el abrigo, comprado el invierno pasado en una tienda de segunda mano (una ganga: me salvó de tener que seguir yendo helada por las calles con un simple chubasquero) y cerré la puerta con llave. Al bajar las escaleras ni siquiera me molesté en pulsar el interruptor con el que iluminaría el rellano. Ya conocía cada uno de esos peldaños gastados y resbaladizos.
Me senté en la marquesina que funcionaba como parada de autobús. La noche era fría: el invierno estaba abalanzándose precozmente sobre un otoño ínfimo. Aun así, no me permití tiritar. En el cartel iluminado que hacía de pared del tejadillo había una fotografía de un hombre atractivo, musculado y pertinentemente retocado anunciando calzoncillos. ¿Sexy? Tal vez, pero nada coherente con esta humedad que me mordía la punta de la nariz.
Recorrí la avenida con la mirada. El tráfico era escaso, pero el flujo de gente era incesante. Como cada sábado, sólo había dos tipos de persona pululando por las calles. Los muchos, jóvenes como Gabriel o como yo, iban en grupos numerosos, gritando estupideces y riéndose de obscenidades. Se veían muchas bolsas de plástico, unas con botellas de fanta y otras con vodka barato. Una borrachera fácil, una noche por delante, un vacío resacoso en la memoria al mediodía siguiente y un puzle que reconstruir con versiones ajenas y fotografías deplorables de aquella noche.