Читать книгу Manos frías онлайн
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La verdad, yo no sabía cómo había podido conseguir empleo allí. Mi silueta, lejos de voluptuosa, era modesta, y yo no era una cara bonita: bastaba con fijarse en mi heterocromía para saber que Diana es un bicho raro. Sospechaba que había sido un error del encargado, que iría bebido al contratarme. Lo que no me explico es cómo me amplió el horario laboral cuando me emancipé. Tal vez se dio cuenta de que podía tenerme de camarera por sólo quinientos euros porque se me notaba la desesperación económica. Yo, sin formación completa, joven, viviendo en un barrio de los bajos fondos, aceptaría cualquier condición por algo de liquidez monetaria. Y así fue. Quinientos euros mensuales eran el precio de mi dignidad. Lo necesitaba para seguir malviviendo, porque yo nunca me echaba atrás. El encargado era un cabrón explotador, pero era listo.
Cuando al fin llegó la hora del cierre, me tuve que quedar a hacer caja. Ese día yo cerraba el local. Ni siquiera nadie se quedaba a supervisar. “Hacer caja” quería decir, además, limpiar las mesas, fregar el suelo y tirar los tangas que había olvidados entre los cojines de los sillones. A veces me encontraba un billete de cinco euros bajo una silla, y entonces me alegraba.