Читать книгу Manos frías онлайн
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Mi primer cliente me pidió un gin tonic. Serví unas cuantas bebidas más (todas, sin excepción, alcohólicas) antes de que las luces bajaran de intensidad y un foco enfocara al escenario. El encargado se plantó frente al público, hizo las mismas bromas de cada noche y presentó a Paulita, que salió a escena sentándose en una silla, vestida con medias de rejilla, unas bragas de encaje y cinta adhesiva negra tapándole los pezones. Se puso a hablar con voz grave y sensual sobre las virguerías que su amante ficticio era capaz de hacerle en la cama, paseando sus manos por su torso desnudo y su cabello largo, negro, rizado y sedoso. Me sabía el parlamento de memoria: llevaba ya un mes explicando lo mismo. Sin embargo, seguía excitando al público. No era una chica que me gustase, pero tenía que reconocer que aquello se le daba bien.
Cuando empezaron las acrobacias en la barra y las exhibiciones sexuales, la clientela ya estaba ebria. Las parejas empezaban a darle más pasión a sus roces “casuales”, la gente jaleaba a las bailarinas y las idas y venidas a la barra eran constantes. Yo ya no daba más de mí: estaba saturada de trabajo sirviendo a una multitud sedienta de pecado. Dawn’s Strip Club era así en sábado. Todos querían olvidar el estrés y la frustración sexual acumulada durante la semana laboral, y era fácil. Chicas guapas y chicos muy sexis. En fin de semana, y a pesar de lo cutre que era, el club rebasaba el aforo máximo.