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ROBUSTEZ ÓSEA: LA MECANOTRANSDUCCIÓN EN ACCIÓN
Aunque cada hueso tiene una configuración genética lo suficientemente consistente como para ser reconocido a simple vista –«¡Mira! ¡Esto es un fémur!»–, los matices y las particularidades que presenta están basados en cómo se ha usado dicho hueso durante toda la vida (igual que un arce cuya forma ha sido esculpida por el viento). Los antropólogos físicos se han valido de la robustez ósea para calcular las cargas y los patrones de movimiento de nuestros antepasados. Por ejemplo, los esqueletos de personas que pasaban muchas horas montadas a caballo presentan una forma y una densidad particulares en comparación con los de aquellos otros individuos que no lo hacían. Y cuando movemos menos el cuerpo o reorganizamos sus partes de algún modo que disminuya la carga vertical (pensemos, por ejemplo, en alguien que tenga la costumbre de ir encorvado y con los hombros caídos hacia delante), los huesos de la pelvis y del fémur responden volviéndose más débiles. No es que en estos casos haya ningún problema en lo que respecta al proceso de formación ósea; simplemente la carga a la que responde el cuerpo ha sido disminuida. El hecho de que nuestro organismo debilite sus tejidos en respuesta a una disminución de la carga es una indicación de su gran «inteligencia» metabólica. ¿Qué motivo habría para gastar energía en el mantenimiento de un tejido que no estamos usando? «Úsalo o tíralo»; ese es el sabio consejo que nos hace la fisiología.