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Al igual que en Sudáfrica, las revoluciones que derrocaron los regímenes comunistas en Europa del Este, entre 1989 y 1991, fueron posibles y triunfaron en gran parte gracias a las transiciones negociadas. A esta clase de revoluciones, algunos expertos las han denominado “revoluciones antirrevolucionarias”, porque en ellas apenas se produjeron episodios violentos y, además, su objetivo no era tanto tomar el poder como reclamar la apertura del espacio público y ciertas libertades, como la libertad de opinión y de reunión[7]. Pero los hechos acaecidos en países como Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y Alemania Oriental cumplen con todos los requisitos de las revoluciones y puede decirse que sí lo fueron, ya que no es necesaria la violencia para que un movimiento revolucionario triunfe.
Ahora bien, determinar si una revolución espontánea ha tenido éxito o no es mucho más difícil porque en ellas casi nunca se aclaran en un primer momento los objetivos y, además, los grupos que luchan por derrocar al Estado tienen cada uno sus propias metas e intereses, así como sus propias ideas acerca del régimen a instaurar tras la victoria. A ello se añade que, al menos en un primer momento, no hay nadie que ejerza claramente el liderazgo. No hay, propiamente hablando, ninguna “revolución”, ni se cuenta con ni planeamientos ideológicos claros ni planes sobre el futuro régimen. Las diferencias existentes en el seno de la coalición que adopta cada vez más rasgos revolucionarios se acaban resolviendo únicamente cuando uno de los grupos se impone al resto y se hace finalmente con el poder.