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En las revoluciones de carácter espontáneo, lo primero que aparece es siempre la debilidad del Estado, gracias a la cual la oposición encuentra espacio para expresarse. Así, poco a poco, emerge un grupo que se destaca sobre los demás para liderar el movimiento. En las planificadas, en la primera fase surgen grupos que pretenden derrocar al Estado y hacerse con el poder y, si tienen éxito, utilizar su autoridad para movilizar a la población. En uno y en otro caso, la derrota militar del Estado prerrevolucionario, o la deserción en las filas militares, es lo que determina el éxito de la insurrección. En este sentido, aunque el régimen no caiga por completo, no puede recuperar el poder, ahora en manos de la sociedad, esa situación normalmente da paso a una serie de conversaciones, así como, finalmente, al traspaso negociado del gobierno.
Como hemos señalado, lo normal es que concurran diversos factores en el desarrollo de la revolución, que nunca tiene rasgos exclusivos de una sola categoría. En Rusia, por ejemplo, los activistas antiestatales habían estado urdiendo el derrocamiento del poder zarista mucho tiempo antes de que estallaran los disturbios de febrero y octubre de 1917. Pero fueron en gran parte las heridas que el Estado se autoinfligió, comenzando por la humillante derrota ante Japón en 1905, lo que allanó el camino para la revolución, en gran parte espontánea, de febrero de 1917. Quienes asumieron el poder entonces tuvieron que afrontar las dificultades derivadas de una situación económica e institucional disfuncional, lo que, unido a su incompetencia, no pudo refrenar a las fuerzas bolcheviques, organizadas con el fin de tomar el poder. En resumen, en Rusia se produjo una revolución espontanea en febrero, seguida de una planificada en octubre.