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Pero no en todas las revoluciones son las masas las que llevan a cabo el derrocamiento del régimen. De hecho, hay casos en que las clases sociales con más poder o determinados actores estatales alcanzan una especie de equilibrio negativo. Esto ocurre cuando cuentan con suficiente poder como para desafiar al Estado, pero no para derrocarlo, o cuando quienes tienen el control político todavía no lo han perdido por completo. En esas circunstancias, a veces la única salida es la negociación y que los dos bandos llegan a un acuerdo de principios para construir un nuevo sistema político. Podemos llamar a esta clase de revoluciones, en las que la movilización de la sociedad debilita al Estado, revoluciones negociadas.
Lo que determina que una revolución sea negociada o no es el modo en que el poder se transfiere a los nuevos líderes. Si, como consecuencia de la movilización de la población, el Estado se tambalea y, por ejemplo, se producen deserciones masivas en las filas del ejército o determinados actores dejan la primera línea política, la ola de la revolución arrasa con todo y quienes lideran el movimiento se adueñan decidida y vigorosamente del poder. Esto fue lo que sucedió en las revoluciones espontáneas de Francia en 1789 e Irán en 1979. Pero cuando las instituciones estatales permanecen más o menos intactas, las deserciones no son muy numerosas y aunque erosionan el poder gubernamental no lo socavan del todo, los dos bandos se avienen a negociar porque ven el acuerdo como la salida más viable y, con frecuencia, más segura para ambos. Ahora bien, las transiciones negociadas pueden tener resultados igualmente revolucionarios, como demuestra el caso de Europa Central y del Este a finales de los ochenta o el ejemplo de Sudáfrica en la década de los noventa[5].