Читать книгу La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910 онлайн
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Un documento nacionalista como Los funerales de Atahualpa, de Montero, se revela así como producto de factores diversos. En primer lugar, del nacionalismo peruano grosso modo, con sus componentes liberales e indigenistas, en cierta forma análogos a los de la Reforma mexicana. En segundo, de la coyuntura histórica que en la década de 1860 enfrentó a los gobiernos de Perú y España. En tercer lugar, de la historiografía de la conquista (en este caso de la más reciente, representada por Prescott). Pero también de factores mucho más individualizados: de la selección que hizo Montero, durante su estancia europea, en la tradición pictórica del Viejo Continente, que comprendía no solo la pintura de historia del medio siglo, sino la pintura romántica o incluso la del retratismo holandés del xvii, porque en Los funerales de Atahualpa se advierte la huella, lo mismo del muy reciente Orestes perseguido por las Furias (1862), de Adolphe William Bouguereau, que del David del Rapto de las Sabinas o del Delacroix de la insurrección griega, e incluso de las clases de anatomía holandesas pintadas por Rembrandt, Aert Pietersz y, sobre todo, la de Michiel Jansz (1617). A lo que habría que añadir además algún factor imprevisto, como la muerte en 1865, en Florencia, del pintor arequipeño Francisco Palemón, amigo y discípulo de Montero, que copió los rasgos del joven artista cholo, muerto a los treinta años de edad, en los del Atahualpa yacente. El resto consiste en una disposición maniquea de los símbolos, como los que contraponen a vencedores y vencidos en la pintura de historia mexicana sobre la conquista. La parte izquierda del cuadro representa a los derrotados en las figuras de las viudas, maltratadas y (tácita o implícitamente) violadas por los vencedores. Son ellas lo que queda del Perú prehispánico, cuyo “imperio difunto”, para tomar la expresión de François Fejtö a propósito del austrohúngaro, se extiende sobre el lecho/catafalco/mesa de disección en forma del cuerpo inerte del inca, que aún conserva en sus brazos cadenas y grilletes. En el suelo, como mediatriz entre el imperio vencido y el triunfante, un candelabro abatido, aún humeante, ante el que se alza otro encendido junto a la figura de Pizarro. Como en el cañamazo cristiano sobre el que se urdió el relato de la conquista tanto en Perú como en México, la Antigua Alianza se ha roto y ha sido sustituida por la Nueva, simbolizada por la cruz que corona el lábaro. Pero la simbología bíblica se ve sometida aquí a una inversión desacralizadora. En este Nuevo Testamento, el cristianismo no representa la verdad y la vida, sino todo lo contrario. La vida se halla, confinada y sometida a la muerte, en la figura de un niño al que se ha revestido de una sobreveste arlequinada, en el extremo izquierdo del cuadro. En la Italia de mediados del xix, en pleno Risorgimento, Montero no podía ignorar que el arlequín de la Comedia del Arte era un avatar del rey de los infiernos. En este niño que parece retirarse tironeando de su madre para apartarla del cadáver del inca, se ejerce la diabolización de la vida por la Religión de la Muerte. Desde la Florencia antaño gibelina, enfrentada también en 1865 como parte del nuevo Reino de Italia, a la Roma del papa rey, un pintor de historia latinoamericano reivindicaba a los imperios prehispánicos destruidos por la Nueva Alianza (posmedieval) del Imperio y la Iglesia: es decir, por la Tiara Gibelina.