Читать книгу La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910 онлайн

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En esa misma época se desarrollaba en España la pintura de historia de tema medieval o medievalizante vinculada al liberalismo político de signo progresista, y a un romanticismo tardío de contenido historicista que caía del lado conservador o mo­derado, lo que resulta menos contradictorio de lo que podría parecer. Como bien ha visto Tomás Pérez Vejo, la pintura de historia de la época comprendida entre el bienio progresista (1854-1856) y la Revolución de 1868 ofreció al nacionalismo español su principal vehículo de expresión cultural, más que la literatura romántica de tipo legendario e histórico que le había precedido, pero esto fue posible porque permitía encauzar las tensiones internas entre el liberalismo progresista y el moderado en formas transaccionales y favorecedoras de un equilibrio que, si bien precario, logró mantenerse hasta la Gloriosa, de la que arranca un periodo de inestabilidad y violencia que no se cerró hasta 1876. A esta época anterior al Sexenio y que viene a coincidir con lo que Allison Peers llamó “movimiento romántico” (fase de apaciguamiento de la anterior revolución o rebelión romántica), pertenecen algunas de las obras principales que reseña Pérez Vejo. Sin ánimo de completar un acervo que sería exten­sísimo, mencionaré, en orden cronológico y junto a otras que recuerdo, las que él enumera en su España imaginada: Don Pelayo en Covadonga (1855), de Luis Madrazo; Urraca I de León (1857), de Carlos Múgica y Pérez; Últimos momentos del príncipe don Carlos (1858) y Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo (1860), ambos de Antonio Gisbert; Últimos momentos de Fernando IV el Emplazado o los Carvajales (1860), de José Casado del Alisal; Primer desembarco de Colón en América (1862), de Dióscoro Teófilo Puebla Tolín; María de Molina presenta a su hijo Fernando IV en las Cortes de Valladolid de 1295, del mencionado Gisbert; Doña Isabel la Católica dictando su testamento (1864), de Eduardo Rosales; Jura de Alfonso VI en Santa Gadea (1864), de Marcos Hiráldez Acosta; La batalla de las Navas de Tolosa (1864), de Francisco de Paula van Halen; Juana la Loca (1866) de Lorenzo Vallés, y Presentación de Juan de Austria al emperador Carlos V en Yuste (1869), de Rosales. Sin embargo, la edad de oro de la pintura de historia se sitúa en la Restauración, a la que pertenecen, por ejemplo, Doña Juana la Loca (1877), de Francisco de Pradilla; La campana de Huesca (1880), de Casado del Alisal; El Príncipe de Viana (1881) de José Moreno Carbonero; La rendición de Granada (1882), de Pradilla; La conversión del Duque de Gandía (1884), de Moreno Carbonero; La batalla de Clavijo (1885), de Casado del Alisal; La conversión de Recaredo (1888), de Antonio Muñoz Degrain, y La entrada de Roger de Flor en Constantinopla (1888), de Moreno Carbonero. Ya en la última década de siglo, la pintura de historia parecía haber cedido a la de temas contemporáneos y sociales. Pero todavía se darían casos tan curiosos como el del pintor socialista Vicente Cutanda que, habiendo obtenido el primer premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 por Una huelga obrera en Vizcaya, pintó diez años después el lienzo El Milagro de la Eucaristía, sobre una leyenda antijudía de la Segovia medieval, que todavía puede verse en el convento del Corpus Christi de Segovia, antigua sinagoga de la ciudad.

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