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Me siento en el sillón. La habitación es un campo de exterminio de las razones. Contemplo a mamá y trastabilla mi equilibrio, mi bienestar, mi cordura, mi fe. Regresó de la muerte pero no está del todo viva. En la terapia intensiva le extirparon una parte de su ser más vital. Me cuenta que anoche la visitó su padre, mi abuelo Domingo. Pero no fue un rapto de locura ni un sueño. “Me visitó”, me asegura, mirándome fijamente a los ojos. Le creo. ¿Estaré enloqueciendo también yo? Mi abuelo le dijo que esté tranquila. Que respire. Que se quede un poco más. Que tiene una familia hermosa. Mi abuelo vino a decirle que aún no era su hora, y regresó al cielo o al paraíso. Le creo. No me importa ser parte de delirio compartido que nos envuelve, que nos engaña, que nos ofrece algún espejismo para velar el agujero del existir. Después de todo, quizá sea mejor cierta locura que estar cuerdo en esta cruel realidad.

Mamá me habla de mi niñez. Recolecto sus palabras, perlas preciosas, y las guardo en la caja fuerte de la memoria. Me cuenta, me vuelve a contar, del día que me confeccionó un piyama y unas chinelas haciendo juego para un desfile que se haría en el jardín de infantes. Pero que llegado el momento dije que no iba a desfilar porque yo iba al colegio a estudiar y no a hacer de payaso. Reímos juntos. Aprovecho de este minuto de cordura y me cuelo en su mente, abro la puerta que da al ayer, la tomo del brazo y salimos a caminar por las calles de los recuerdos. Me vuelve a contar lo bravo que era de niño, que cuando llegábamos a la plaza las otras mamás recogían a sus hijos o estaban atentas a que yo no les pegara. Volvemos al milagro de la risa compartida. Me cuenta, me vuelve a contar, cuando me escabullía silencioso en el patio de la casa y abría las puertas de los jaulones para liberar a los pájaros. Hay una foto en la que papá capturó ese instante del asalto a la cárcel de los canarios. Mamá relata con dulzura, un recuerdo, otro, saboreando las palabras. Sus ojitos claros y achinados se iluminan con el sol del pasado de esa mujer joven que recién metía los pies en la fuente de la vida. Pero la felicidad, lo sé, es efímera. Y se levanta una ráfaga de dolor que interrumpe el paseo por el ayer. Regresamos al presente, al adentro, a la habitación 502, a la cama A.

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