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Pobres los ángeles urgentes

que nunca llegan a salvarnos

¿Será que son incompetentes

o que no hay forma de ayudarnos?

Me anuncio en la guardia. Una mujer carente de simpatía me toma la temperatura: “36 grados”, dice al aire. “¿A dónde se dirige?”, me pregunta. A cuidar a mi mamá, como antes ella cuidó de mí. Ahora es mi turno. Me autoriza. Cargo con el cartelito de cuidador. Y subo, una vez más. Mamá sigue en la habitación 502, en la cama A. Desde hace varios días, ese es, según ella, su nuevo planeta por donde desfilan extrañas figuras, alienígenas con guardapolvos, guantes, barbijos y anteojos, que le hablan y la examinan. Sobre el campo de su cuerpo suceden cosas que ella no comprende: Pinchazos, detonaciones, rayos, caricias, invasiones, mientras su mente se bambolea entre el ser y la nada, entre la cordura y el delirio. Por la noche llama a su padre y me llama a mí, me cuenta la enfermera. “Te quiero”. “¿Vos me querés?”. “Los quiero a todos, pero vos me das seguridad”, me dice. Es una niña encerrada en un cuerpo enorme y dañado. Va y viene del sueño a la vigilia, del ayer al hoy. Va y viene de la realidad a la ficción.

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