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Hay un presente superpoblado de incertidumbres que sigue desorientándome en la mañana sanatorial. Y mamá se angustia. Y llora. Y me angustio yo. Y me trago el llanto. La acaricio y se va calmando. Le hago masajes en las plantas de los pies. Pies que tanto anduvieron, que tanto recorrieron y que ahora están suspendidos, en pausa, jubilados del oficio de andar.

A nuestro alrededor, un mundo paralelo hecho de jeringas, suero y medicaciones, un laboratorio de emociones maltrechas, un aeropuerto de la vida y de la muerte. Aquí, como en un velatorio, el mundo, o mejor dicho mi mundo cobra nuevas significaciones. Sé que estoy vivo pero que puedo morir. Entonces me prometo cosas que no sé si cumpliré. Sobreviva o muera mamá, regresaré al afuera para encontrar mi equilibrio en la vorágine de los días, para disfrutar de la vida y no morir sin haber vivido lo mejor posible.

Escuela del dolor: Para alcanzar un poco de sabiduría no necesitamos enfermar, necesitamos saber que podemos enfermar.

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Sumo otra noche sin poder dormir profundamente. En cuanto me acuesto la imagen de mamá recostada en la cama ortopédica comienza a flotar por la habitación. Cierro los ojos y sigue flotando dentro de mi cabeza. Y si duermo, flota en mis sueños y me despierta, como si pidiera ayuda, como si hubiera una forma de bajarla de esa atmosfera donde levita recostada en la cama ortopédica. Navega en el aire pero sin suficiente aire. Y yo no sé cómo hacer para bajarla de ese limbo enfermo y ayudarla a respirar.

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