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Camino por la habitación. Voy de un lado al otro de la cama. La contemplo. Observo los cables y los aparatos que la monitorean. Quisiera hallar la fuente de su dolor, unir, como diría Miguel Abuelo, las partes rotas del gran espejo interior y sanarla. Que recupere esa luminosidad que la definía. Cada tanto centellean lucecitas de cordura, retazos de la madre que tuve ayer. Pero pronto llegan las olas del delirio y se devoran todas las huellas de la mujer que fue. Y el sanatorio es un loquero, su casa, el patio de su infancia, otro planeta. En su memoria se desató una guerra de neuronas. Las ideas salen heridas, quemadas, moribundas. Pero entre las palabras maltrechas se abre paso una frase que nos conmueve:

“Vayan, acá hay mucha enfermedad

y ustedes son mi sanación”.

Envueltos en una atmosfera surrealista, bosquejada por un artista perverso que juega con la salud de mi madre, salimos de la habitación. Bajamos las escaleras, en silencio. Otra vez la calle. Nos subimos al auto. Mi cabeza es un pelotero donde niños medicados revolean ideas. Avanzamos hacia el Oeste, rumbo a nuestro hogar, pero un cordón umbilical, elástico e irrompible, me une al sanatorio, al dolor de mamá.

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