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Mamá permanece estable, una leve mejoría, dice el parte médico. Intentarán quitarle el respirador. Entonces en la oscuridad del día se abre una ventanita a la esperanza. Me enchufo los auriculares. Activo la música. Y salgo a correr. A 20 kilómetros de casa está mamá dormida químicamente, y yo corro, como si quisiera llegar hasta ella para sacarla de la internación y traerla a la vida de los abrazos y de los besos, del asado, del vino tinto, del truco, las facturas, los mates y las risas.

Una semana de internación, y contra todo pronóstico, mamá mejora. Nunca está dicha la última palabra. La salud, del mismo modo que la enfermedad, son estados transitorios; solo la muerte se mantiene siempre estable. Es tan extraño lo que hace que uno enferme como lo que determina la sanación. La ciencia efectiva y el personal de salud, Dios y la fuerza de la oración, o la magia y todo aquello a lo que uno apela cuando aparece la enfermedad, sean tal vez la energía para que el ser amado se recupere. No lo sé. La lenta recuperación de mamá es una lucecita lejana mientras camino temeroso por un campo oscuro y minado.

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