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SÓCRATES. —Laques, ¿entiendes ahora lo que dice Nicias?

LAQUES. —Sí, entiendo, que, según se explica, no hay otros hombres valientes que los adivinos; porque ¿qué otro que un adivino puede saber si es más ventajoso morir que vivir? Te preguntaría con gusto, Nicias, si eres adivino. Si no lo eres, adiós tu valor.

NICIAS. —¿Cómo? ¿Piensas que sea negocio de adivino conocer las cosas que son temibles y las que no lo son?

LAQUES. —Sin duda, y si no, ¿a quién toca?

NICIAS. —¿A quién?, al que yo digo, mi querido Laques, al hombre valiente; porque el oficio de un adivino es conocer solo los signos de las cosas que deben suceder, como muertes, enfermedades, pérdida de bienes, derrotas, victorias, ya sea en la guerra, ya en otras luchas; pero ¿crees tú que conviene más a un adivino que a otro hombre el juzgar cuáles de estos accidentes son más o menos ventajosos?

LAQUES. —En vendad, Sócrates, no comprendo lo que quiere decir; porque para él no hay ni adivino, ni médico, ni otro hombre a quien el nombre de valiente pueda convenir. Es preciso ir en busca de un dios. Pero si he de decirte lo que pienso, Nicias no tiene valor para confesar que no sabe lo que dice; no hace más que bregar y retorcerse para ocultar su embarazo. Otro tanto pudimos hacer tú y yo, Sócrates, si solo nos hubiéramos propuesto ocultar las contradicciones en que incurrimos. Si habláramos delante de jueces, esta conducta tendría disculpa, pero en una conversación como la nuestra ¿qué significa querer triunfar con vanos discursos?

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