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LAQUES. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —Pero la audacia insensata y la paciencia irracional nos parecieron antes vergonzosas y perjudiciales.

LAQUES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y el valor nos ha parecido una cosa bella.

LAQUES. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —Pues bien, ahora sucede todo lo contrario; damos el nombre de valor a una audacia insensata.

LAQUES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿Y crees que obramos bien?

LAQUES. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.

SÓCRATES. —De modo, Laques, que, por tu propia confesión, ni tú ni yo nos ajustamos al tono dórico, porque nuestras acciones no corresponden a nuestras palabras. Al ver nuestras acciones, yo creo que se diría que nosotros tenemos valor; pero oyendo nuestras palabras, bien pronto se mudaría de opinión.

LAQUES. —Tienes razón.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿tienes por prudente que permanezcamos en este estado?

LAQUES. —Te aseguro que no.

SÓCRATES. —¿Quieres que nos conformemos por un momento con la definición que hemos dado?

LAQUES. —¿Qué definición?

SÓCRATES. —Que el verdadero valor es la paciencia. Si quieres, mostremos nuestra paciencia continuando nuestra indagación, a fin de que el valor no se burle de nosotros y nos acuse de no buscarle valientemente, puesto que, según nuestros principios, ser paciente es ser valiente.

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