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MENÉXENO. —Tú, Sócrates, siempre te burlas de nuestros oradores. Hoy, sin embargo, el que sea elegido no tendrá gran desahogo. Al recaer la elección repentinamente y sin estar apercibido, ¿quién sabe si no tendrá que correr los azares de una improvisación?

SÓCRATES. —¿Y qué importa? Mi querido amigo, estas gentes tienen siempre discursos preparados de antemano, y además no es cosa tan difícil improvisar en tales condiciones. ¡Ah!, si fuera preciso hacer el elogio de los atenienses ante los habitantes del Peloponeso, o de los habitantes del Peloponeso ante los atenienses, se necesitaría ser un gran orador para hacerse oír y aprobar; pero cuando se habla delante de los mismos que hay que alabar, en verdad no creo que sea asunto difícil pronunciar un panegírico.

MENÉXENO. —¿No lo crees, Sócrates?

SÓCRATES. —No, ¡por Zeus!

MENÉXENO. —¿Te creerías capaz de dirigir tú mismo la palabra si fuera preciso, y si la asamblea te hubiera escogido para ello?

SÓCRATES. —Me sorprende, mi querido Menéxeno, que me digas si soy capaz, cuando he aprendido la retórica bajo la dirección de una de las profesoras más hábiles, que ha formado un gran número de oradores excelentes, sobre todo uno que no tiene rival entre los griegos, que es Pericles, hijo de Jantipo.

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