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Y ahora que ya no existen, descansan en el seno de esta tierra misma que les engendró, que les recibió en sus brazos al salir al mundo, y que los alimentó durante su vida. A esta madre es a la que debemos rendir nuestros primeros homenajes, y esto equivaldrá a alabar el noble origen de estos guerreros.

Este país merece los elogios, no solo nuestros, sino de todo el mundo por muchas causas, y sobre todo por ser querido del cielo; testigos la querella y el juicio de los dioses[4] que se disputaban su posesión. Viéndose honrado por los dioses, ¿cómo se le ha de negar el derecho a serlo por todos los hombres? Recordemos, que cuando la tierra entera no producía más que animales salvajes, carnívoros o herbívoros, nuestro país se mantuvo libre de semejante producción, sin que en él nacieran animales feroces.

Nuestro país no escogió, ni engendró, entre todos los animales más que al hombre, que por su inteligencia domina sobre los demás seres, y es el único que conoce la justicia y las leyes. Una prueba patente de que esta tierra ha producido a los abuelos de estos guerreros y los nuestros, es que todo ser, dotado de la facultad de producir, lleva consigo los medios necesarios para aquello que produce; así es como la verdadera madre se distingue de la que finge serlo, faltando a esta el saco nutridor para el recién nacido. Nuestra tierra, que es nuestra madre, ofrece la misma prueba incontestable. Ella ha dado el ser a los hombres que la habitan, puesto que es la única, y la primera que, en esos remotos tiempos, ha producido un alimento humano, la cebada y el trigo, que es el nutrimento más sano y más agradable a la especie humana, y señal cierta de que el hombre ha salido de su seno. Y estas pruebas tienen mejor aplicación a una tierra que a una madre, porque la tierra no imita a la mujer para concebir y para engendrar, sino que la mujer imita a la tierra. Lejos de ser avara de los frutos que produce, nuestra patria los comunica a los demás pueblos, y reserva a sus hijos el olivo, este sostén de las fuerzas agotadas. Después de haberles nutrido y fortificado hasta la adolescencia, recurrió a los dioses mismos para gobernarlos e instruirlos. Inútil sería repetir aquí sus nombres; conocemos los dioses que han protegido nuestra vida, enseñándonos las artes necesarias para satisfacer las necesidades diarias, y enseñándonos a fabricar armas, y a servirnos de ellas para la defensa del país.

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