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MENÉXENO. —¿Quién es? Aunque sin dudar, será Aspasia[1] la que quieres decir.
SÓCRATES. —En efecto; y también Connos, hijo de Metrobio. He aquí mis dos maestros, éste en la música y Aspasia en la retórica. No es una cosa extraordinaria que un hombre formado de esta manera sobresalga en el arte de la palabra. Pero cualquier otro, que no hubiera recibido tan buena enseñanza como yo, aun cuando hubiera tenido por maestros a Lampro para la música, y a Antifón de Ramunte,[2] sería perfectamente capaz, alabando a los atenienses delante de los atenienses, de merecer su aprobación.
MENÉXENO. —Y si tuvieras que hablar, ¿qué dirías?
SÓCRATES. —De mi propio caudal quizá nada. Pero Aspasia, sin ir más lejos, pronunció ayer delante de mí un elogio fúnebre de estos mismos guerreros. Sabía lo que acabas de anunciarme: que los atenienses debían elegir un orador. Y entonces para darnos un ejemplo de lo que debería decirse, tan pronto improvisaba, tan pronto recitaba de memoria pasajes que acomodaba al objeto, tomándolos del elogio fúnebre que pronunció Pericles, y cuya producción tengo por suya.