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MENÉXENO. —¿Y podrías recordarlas palabras de Aspasia?

SÓCRATES. —Pobre de mí, si no las recordara. Las aprendí de ella misma, y poco faltó para que me pegara por mi falta de memoria.

MENÉXENO. —¿Quién te impide repetírnosla?

SÓCRATES. —El temor de ofender a la profesora, si supiese que yo había recitado su discurso en público.

MENÉXENO. —No hay ningún peligro, Sócrates; habla y me harás un gran favor, sea el discurso de Aspasia o de cualquier otro. Habla, pues; te lo suplico.

SÓCRATES. —Pero quizá vas a burlarte de mí, viéndome, viejo como soy, entregarme a ejercicios propios de un joven.

MENÉXENO. —De ninguna manera, Sócrates. Habla sin temor.

SÓCRATES. —Pues bien, es preciso darte gusto. Si me pidieses que me despojara de mis vestidos y me pusiera a bailar, no estaría distante de satisfacer tu deseo, estando los dos solos. Escucha, pues. En su discurso, si no me engaño, comenzó hablando de los mismos muertos de la manera siguiente:

Discurso de Aspasia

Han recibido los últimos honores,[3] y helos aquí en la vía fatal, acompañados de sus conciudadanos y de sus parientes. Solo falta una tarea que llenar, que es la del orador encargado por la ley de honrar su memoria. Porque es la elocuencia la que ilustra y salva del olvido las buenas acciones y a los que las ejecutan. Aquí hace falta un discurso que alabe dignamente a los muertos, que sirva de exhortación benévola a los vivos, que excite a los hijos y hermanos de los que ya no existen a imitar sus virtudes, y que consuele a sus padres y a sus madres, así como a los abuelos que aún vivan. ¿Y qué discurso será propio para el objeto? ¿Cómo daremos principio al elogio de estos hombres generosos, cuya virtud era durante su vida la delicia de sus padres, y que han despreciado la muerte para salvarnos? Es preciso alabarles, a mi parecer, observando el mismo orden que la naturaleza ha seguido para elevarlos al punto de virtud a que han llegado. Fueron virtuosos, porque nacieron de padres virtuosos. Alabaremos desde luego la nobleza de su origen, después su educación y las instituciones que les han formado, y expondremos, por último, cuán dignos se han hecho de su educación y de su nacimiento por su buena conducta. La primera regalía de su nacimiento es el no ser extranjeros. La suerte no les ha arrojado a una tierra extraña. No, ellos son hijos del país; habitan y viven en su verdadera patria; son alimentados por la tierra donde moran, no como madrastra, como sucede en otros países, sino con los cuidados de una madre.

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