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El personal del sanatorio salió a recibirlos y solícitos ayudaron al anciano con su equipaje y lo acompañaron hasta la recepción.

Allí, en su macarrónico ruso, dijo: «ya zabroniroval nomer», (ya tengo reservada una habitación). Y aunque el precio era de unos 24 euros la noche, él había negociado un precio de 18, ya que había hecho una reserva por seis meses. No esperaba vivir más de ese tiempo. Era su fecha de caducidad.

La habitación era pequeña pero confortable, tenía baño particular, wifi y conexión a Internet. Él no necesitaba más.

El anciano era introvertido y sus magros conocimientos del idioma no le permitían relacionarse con otros huéspedes o con el personal del centro.

Su rutina diaria era siempre la misma. Se despertaba a las cinco de la mañana (su horario habitual de toda su vida laboral), se aseaba y empezaba su repaso diario a los variados periódicos digitales de su país y resto del mundo, aunque solo miraba los titulares, hacía mucho tiempo que se había borrado del mundo, de su política y sus muchas atrocidades y mentiras, para mantener despierta su inteligencia jugaba unas partidas al solitario, no más de cinco. Reanudaba la lectura de algunos de sus muchos libros y a las nueve en punto, como un cronómetro suizo, bajaba a desayunar. El desayuno como todo en su vida era una rutina continua, zumo de naranja, café descafeinado con leche y unas rodajas de pan con mermelada sin azúcares añadidos.

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