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El Gobierno de la Unión Soviética que había llevado, con su catastrófica y alocada carrera armamentista, a la URSS primero a la ruina y luego a su implosión interna, había desaparecido. El borrachín Yeltsin, como buen populista, se había hecho con el poder en Rusia y había declarado su independencia.

Ante los países occidentales se abría un mercado potencial ilimitado, no solo en cuanto a ventas, sino también en cuanto a inversiones o adquisiciones de los muchos recursos naturales de que dispone el país. No en balde, Rusia tiene las mayores reservas de recursos energéticos y minerales del mundo.

Y España no iba a ser menos.

Una empresa española productora de productos plásticos había conseguido colocar al Gobierno de la Republica de Bashkortostán una planta de producción de linóleum, por la intermediación de un español (niño de la guerra), que había ostentado algunos puestos importantes en el ministerio de energía; la planta estaba obsoleta, de hecho, había sido desmontada y abandonada en una localidad del País Vasco cuando en 1983 se produjo una terrible inundación que anegó muchas plantas industriales y su maquinaria quedó inservible. Para su montaje en Rusia se seleccionó un equipo de tres ingenieros de la planta y un ingeniero de una empresa de ingeniería que haría la labor de coordinación.

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