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El vuelo que hacía la ruta Madrid-Moscú-Tokio era operado por Iberia y la JAL (la línea aérea japonesa) y estaba totalmente ocupado, de hecho, había que reservar plazas con bastante antelación.

Y allí, entre los cientos de pasajeros se encontraba Eloy González, el ingeniero que coordinaría el montaje de la planta, unas filas más atrás se encontraban sus tres compañeros provenientes de la fábrica de productos plásticos, es decir, los técnicos.

Eloy estaba en sus cincuenta y pocos años, no muy alto 1,70 m, pelo negro, aunque ya empezaba a clarear por algunos puntos, ojos castaños y una pequeña tripa que demostraba que no practicaba ningún deporte. De hecho, desde que practicara golf en Indonesia solo había practicado el sillón ball (es decir, tumbado en un sofá). Como había sido un alma inquieta, esta nueva aventura le entusiasmaba, Rusia provocaba un morbo difícil de imaginar en la sociedad española.

Hacía más de media hora que los pasajeros habían embarcado, pero no se veía movimiento que indicara que el despegue sería pronto. Las azafatas habían hecho un corrillo y se contaban sus aventuras y desventuras. Para ellas los pasajeros no existían. Típico de Iberia. Solo la azafata de nacionalidad nipona se percató del malestar de los pasajeros y distribuyó la prensa, lo que hizo descender, solo un poco, el malestar. Finalmente, el avión despegó iniciando el vuelo que duraría algo menos de cinco horas.

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