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Volvía a su habitación y leía hasta las doce de la mañana, cuando iniciaba como una especie de ritual religioso.

Aunque con gran esfuerzo, debido a los achaques de su avanzada edad, bajaba hasta el mirador situado unos cientos de metros alejado del hotel, allí se sentaba en su banco favorito y contemplaba extasiado la arboleda que se extendía a sus pies hasta más allá del horizonte, como una infinita alfombra verde. Le maravillaba el recorrido del río Ufimka, su paso majestuoso por los numerosos recovecos y meandros de su cauce. En abril ya se había abierto la navegación por el río que hasta entonces había estado helado. Los barcos fluviales iban y venían transportando las mercancías y alimentos que necesitaban las numerosas y populosas ciudades asentadas a lo largo de su recorrido. De vez en cuando se veían unas estelas plateadas saltar en el cauce del río; eran los numerosos peces que lo habitan a la busca de insectos que se acercaban peligrosamente a la superficie.

Pero pronto aquel idílico paisaje se apartaba de su mente para dar paso a otro más dulce pero más doloroso, estaba ensimismado en sus pensamientos cuando una voz dulce y cariñosa le susurró al oído, mientras una mano acariciaba su espalda: «Cariño, ¿te animas a bajar por el sendero hasta la orilla del río?».

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