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Un día mi amigo Ángel Iglesias, que así se llamaba el compañero de Sánchez Barquero, me invitó a una fiesta familiar que se celebraba en su casa con motivo de ser la onomástica de una de sus hermanas, adonde acudirían otros amigos con sus hermanas, y pasaríamos la tarde con un poco de baile, rogándome, además, que llevase el acordeón. Ya he dicho anteriormente que, a la sazón, me había convertido en un «virtuoso» en el dominio de tal instrumento, de lo que eran testigos muchas señoritas a quienes, a media noche, íbamos a dar serenata algunos estudiantes de mi edad, de los que nos reuníamos en la peña del café, que tocaban guitarras y bandurrias, acompañándome en los valses, polcas, mazurcas y pasodobles que salían de mi «fuelle», deleitando a tantas chicas que se levantaban de la cama a altas horas para asomarse, púdicamente, a través de los visillos del balcón, y a cuya casi totalidad de ellas yo no conocía.
Me presenté a la hora convenida en casa de mi amigo Ángel, muy concurrida ya de jóvenes de ambos sexos, con una colección de lindezas que no podían disimular su curiosidad a mi llegada y la buena impresión que les generó mi presencia. Yo me encontraba un poquito azorado porque era la primera vez en mi vida que asistía a una reunión de esa clase. Después de que Ángel les hizo mi presentación, empezando por sus hermanas, María y Micaela, empezó la fiesta, organizándose un animado baile, sostenido por las incansables teclas de mi acordeón, que duró horas y horas que se deslizaban sin darnos cuenta, pero del que yo no podía participar más que de «Visu», contemplando cada una de las parejas que desfilaban, ante mí, atado a mi instrumento. Hubo sus juegos de prendas, inocente diversión, entonces muy en boga, endulzados en todos sus intervalos con exquisitos dulces y pastas, denunciadores de las habilidades reposteras de las bellas y simpáticas anfitrionas, de las que una de ellas era morena, de grandes ojos, atractivos, y de dulce mirada, muy bien hecha, un tipo verdaderamente atractivo, tanto por sus modales como por su conversación sencilla y franca, que me infundieron cierta impresión que ya no me abandonó desde entonces, sino que, por el contrario, se acrecentaba cada día.