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El mismo día de la función, como demostración de la curiosidad general que reinaba en toda la ciudad, me encontré con un gran amigo mío, joven como yo, Gaspar Alba, hijo del senador don Claudio, del mismo apellido y hombre mayor prestigioso, que al verme en la plaza Mayor me preguntó si era verdad lo que yo hacía, y que si se convencía, a la noche de ello, me convidaba a un almuerzo.
–Pues veslo preparando, con un buen menú –le dije–, y para ver que me lo gano, prepara una cosa, la más difícil que se te ocurra, porque lo voy a hacer contigo mismo. Y así quedamos.
Y en efecto, al poco de haberse abierto la taquilla, durante todo el día, se vendió todo el billetaje, no solamente por el humanitario objetivo que se perseguía, sino por la curiosidad que mi número había despertado, por haber corrido por toda la ciudad la noticia de mis experimentos, llamando sobre todo la atención la velocidad y la perfección con las que los realizaba, invitándose como médiums a personas de reconocida respetabilidad y a los que se presentaban como escépticos, entre ellos Gaspar Alba, elegidos con anuencia del público mismo que llenaba el teatro, ocupando los palcos las más distinguidas familias salmantinas.