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Seguidamente y a toda prisa me encaminé hacia uno de los divanes del café, levantándose los que lo ocupaban y, detrás del respaldo, metí la mano y saqué una cartera que había sido colocada precisamente por el «interfecto», que se quedó pasmado, y sin decir una palabra, la abrió para darme las mil pesetas.
–Nada de eso, amigo –le respondí, retirándole la mano–. Yo le dije que tenía la seguridad de ganárselas, y yo no timo a nadie, dado que, en otra forma, yo jugaría con ventaja y ese no es juego limpio; solo me queda la satisfacción de haberle convencido. Soy un caballero que vive de su profesión y no un mago que especula con esto, que, sin serlo, puede usted apreciarlo, como una habilidad, aunque es cosa más seria de lo que puede usted creer.
Por aquella época, hubo en la Mancha una verdadera catástrofe, motivada por una inundación que arruinó y causó gran número de víctimas, especialmente en un pueblo llamado Consuegra, en la provincia de Toledo.60 Aquella desgracia conmovió a toda España, y Salamanca no había de ser menos que otras capitales en buscar los medios posibles para allegar recursos, en la suscripción nacional que abrió en favor de los damnificados, y los periodistas nos apercibimos para iniciar y organizar actos de atracción, esencialmente prácticos, para que el público contribuyese lo más posible a la suscripción que entre todos los sectores, espontáneamente, se inició, y que nuestra ciudad quedase, entre todas las de España, en una situación airosa en el patriótico y altruista movimiento tan humano, como era el que en toda España se buscaba.