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Estos hechos dieron motivo a una serie de incidentes en los que el ridículo galleguito me dio ocasiones de tomarle el pelo, gracias a su torpeza y petulancia, que, para su desgracia, transcendió a un sector de la sociedad salamantina con manifiesta hilaridad a su costa.

Mi vida continuaba discurriendo con mi diario trabajo en la biblioteca, que cumplí siempre con la mayor lealtad y entusiasmo, y según creencia general, sobre todo entre los claustrales de la universidad, con no menos competencia y honradez, trascendiendo hasta el extranjero en un artículo publicado en Le Temps de París, por el ya afamado hispanófilo que llegó a gozar de una indiscutible autoridad en la historia de nuestra lengua y en las investigaciones en el estudio de la literatura española, Mr. Raymond Foulché-Delbosc, fundador de la célebre Revue Hispanique, quien relatando sus impresiones durante su reciente viaje por España en la temporada que estuvo en la Universidad de Salamanca, donde tanto él como otro compañero, hablaba del joven bibliotecario de esta, don Manuel Castillo, quien, dentro y fuera de la biblioteca, les había prodigado toda clase de atenciones, facilitándoles su trabajo de investigación, incluso concediéndoles horas extraordinarias para acelerarlo, y acompañándolos, además, por la histórica ciudad para que pudieran admirar, detenidamente, los tesoros artísticos de que está dotada, sobre todo en arquitectura plateresca, de la que sus numerosos monumentos constituyen un verdadero museo.


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