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Los domingos por la tarde mi novia quebrantaba su manía casera, que no abandonó nunca, y salíamos a dar un paseo con su hermana y sus amigas.

Pues bien, los jesuitas, que por su bien organizada policía conocían perfectamente mis pasos, sabían lo «colado» que yo estaba por mi novia y consideraron mi coladura como punto vulnerable, no sé si para tomar represalias o con la esperanza de lograr un cambio en mi actitud, intentando esto por dos veces, aunque sin fortuna.

Una tarde, al llegar a casa de mi novia me vi dolorosamente sorprendido por una inesperada repulsa, verdaderamente airada, de esta, reforzada por su hermana, anunciándome la primera la ruptura de nuestras relaciones, manifestándome como causa que mi madre había hablado mal de ellas diciendo que cosían para afuera. Aguanté aquel primer chaparrón, desmintiendo desde un principio la farsa, pues mi madre no conocía a mi novia más que por un retrato que yo le había enseñado en unas vacaciones navideñas, en El Vellón, no teniendo otros motivos para juzgarlas que las noticias que yo le daba, propias de su hijo, enamorado hasta las cachas, y me redije a preguntarles, después de tranquilizarlas un poco, quién era la persona que les había ido con tan disparatado cuento, negándose ambas a decírmelo, coligiendo yo, de ello, el origen y la trama de la intriga, que olía a confesionario que transcendía, apresurándome, en mente, a la lucha y a iniciar mi plan.


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