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Bien –les dije–, el no quererme decir el nombre del autor de este chisme, urdido donde me sospecho, lo considero como un pretexto para dar terminadas nuestras relaciones quedando a salvo, en primer lugar, mi seriedad, una vez que yo soy quien ha mantenido su palabra, y en segundo, porque no puedo tolerar que a mi madre se le achaquen cosas que es incapaz de hacer. Como soy un caballero, no puedo marcharme hasta que venga el papá, a quien pedí permiso para entrar en esta casa como novio tuyo, de la que no puedo salir sin darle una explicación de lo ocurrido, saliendo entonces cual me corresponde, o sea, de la misma manera en que entré.

En esto, sentimos los pasos de su padre que regresaba a casa, y al ver, ellas, que me disponía a cumplir delante de ellas mi propósito, mi novia me dijo por lo bajo: «No digas nada a papá, porque yo te diré quién es».

Y, al marcharme, me dijo que había ido a visitarlas aquella tarde el ama de llaves de un amigo y compañero de su papá, familiar retirado, y sin familia. Aquella individua figuraba entre las beatas que en la primera misa de la Clerecía iban a tomar de los padres jesuitas el santo y seña de su respectivo confesor. «Pues yo te aseguro –le dije al despedirme– que esta misma noche no me acuesto hasta no desenredar este lío».


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