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Como jefe de una de las familias más distinguidas de Salamanca, mi madre, desde que se instaló en su casa, encontró abiertas todas las puertas de la sociedad selecta de entonces, captándose el general aprecio, reforzado por su belleza personal, por sus condiciones especiales de inteligencia, agudo ingenio y carácter llano y jovial, llegando a ser una figura destacada entre las muchachas que diariamente daban realce al tradicional paseo de la plaza bajo los soportales, obligado especialmente por la noche.
Tenía fama, además, de ser una verdadera maestra en toda clase de labores, llamadas, en aquella época, «de primor», sobre todo en bordados y en encajes, entonces muy en boga y estimados, siendo su mejor vocero su magnífico traje de charra, bordado en oro sobre terciopelo azul por ella, que se distinguía entre los muchos y valiosos que se exhibían en los paseos, desfiles y en bailes y otros actos diversos organizados en los casinos y en las casas particulares.
Cuando muy niño fui por primera vez a Salamanca con motivo de una feria de septiembre y, más tarde, cuando fui a hacerme cargo de mi puesto en la Biblioteca de la Universidad en 1909, tuve ocasión de conocer aún a algunas de sus antiguas amigas, que la recordaban con admiración, lo mismo que en aquellos años en que mi madre vivió, como estudiante, en la mencionada capital.