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Recuerdo aquella trágica noche, con todos estos detalles, como si hubiera pasado en el mismo momento en que la describo.

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Como la calle de la Ruda y sus adyacentes (Toledo, Santa Ana, plaza del Rastro y de San Millán, donde estuvo la iglesia en que me bautizaron, calle de las Maldonadas y principio de la de Embajadores), todas ellas de tiempo inmemorial, fueron centro de un mercado matutino de legumbres, frutas, pescado, carne, etc., que se conservó, por tradición sin interrupción, a pesar de la apertura de la plaza de la Cebada, inaugurada por el rey Alfonso XII, cuyo acto presencié yo desde un balcón de enfrente, siendo aquella la primera vez que vi al monarca, joven, aún soltero,21 todas las mañanas, después de mi desayuno, me asomaba a un balcón atraído por el barullo continuo sostenido por comerciantes y compradores al aire libre, flotando los vocablos más soeces del léxico propio de aquellos sitios, en todas partes, palabrotas que yo di en repetir, aprendidas directamente, de origen, sin comprender, naturalmente, su significado. Mi madre agotó todos los medios posibles de cariño, de energía y de amenazas, sin escatimar algún cachete que otro, pero, dado mi carácter, aquellos procedimientos me estimulaban más y me complacía en hacer gala de ello, sobre todo cuando había visita en casa, lo que obligó a mi madre a echar mano de una medida que logró imponerme algún respeto y que no fue otra que la de frotarme la lengua con una guindilla, cuyos «picantes» efectos provocaban, inmediatamente a su aplicación, un desconsolador lloriqueo que duraba más de dos horas, hasta que el horrible escozor amenguaba y desaparecía. La provisión de guindillas, dedicadas a corregir mis palabrotas, se extendía con frecuencia y cuando mi madre regresaba de la compra y desocupaba la cesta de las provisiones del día adquiridas en el mercado, al enseñarme las frutas y alguna que otra golosina, acababa por sacar las guindillas, provocando, algunas veces, dramáticas rabietas de airada protesta por mi parte, contra aquella inmediata acción coercitiva. Claro es que el tesón de mi madre, y el tiempo, me fueron corrigiendo.


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