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Todo ocurrió cuando yo tenía los primeros cuatro años de mi vida, en los que ya iniciaba mi precocidad; pero, después del incendio de la casa que obligó al dueño a reconstruirla casi por completo, pues solo quedaron en pie las cuatro paredes maestras, todos los antiguos vecinos hubimos de trasladarnos a otro sitio. Doña Pepa se fue a vivir con su hermana, doña Isabel, y con sus sobrinos, y mi madre hubo de alquilar un reducido piso en el número 12 de la calle de la Pasión, pero suficiente para ella y para mí, y como tenía que salir a trabajar y no podía dejarme solo, logró encontrar una familia de confianza con la que hice las mejores migas, a cuyos cuidados me entregaba durante el día, fuera de las horas de la escuela, hasta el regreso de su trabajo en que iba a recogerme. Componían aquella familia una señora viuda, ya de edad, y dos hijas jóvenes, aún puras madrileñas, que me tomaron tal cariño que a la simpática vieja la llamaba, yo, «madre Ángela», a quien no he olvidado nunca, siempre he recordado cómo se le ensanchaba el corazón cuando, aún de mayor, siendo estudiante, las visitaba, de verdadera expansión de cariño, siguiendo llamándola «madre Ángela».


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