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Quedamos, por lo tanto, mi madre y yo otra vez solos, contando yo entonces escasos seis años, y ya alternaba con los chicos de mi calle, tomando parte en las peleas del barrio contra los de otro, en las que intervenían combatientes todos mayores que yo. Iba con ellos a cazar pajaritos en el campo, robar melones, encargándome del papel de «chivato», porque por mi corta edad no era útil para otra cosa, y por la noche, antes de cenar, quitábamos los pies de madera de los puestos del Rastro para utilizarlos como combustible en nuestras cotidianas «fogaratas».
Todas aquellas correrías en las que yo tomaba mínima parte, aprovechando la ausencia de mi madre, que estaba en su trabajo, excitaban mis nervios que, por la noche, me hacían soñar fuerte, momentos que mi madre aprovechaba para entablar conmigo un diálogo, haciéndome preguntas a las que yo, dormido, contestaba inocentemente, y por la mañana, mientras me lavaba y vestía, me contaba mis «hazañas» del día anterior, con todos sus pelos y señales como si las hubiera presenciado gracias a «un pajarito» que se las había contado, dejándome tan impresionado que me hizo pensar si el supuesto «pajarito» pudiera ser algún compañero «chivato» cuando lo era yo mismo, sin darme cuenta de ello.