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Unido esto a que mi madre se enteró de que, por aquellas correrías, iba menudeando los «novillos» faltando a la escuela, decidió tomar conmigo una determinación drástica, para ella heroica, aunque para los dos necesaria, para apartarme de raíz de la calle, que comprendía que para mí constituía un verdadero peligro, porque sabido es que muchos muchachos de Madrid se perdían por causa de la calle, en la que abundaban las malas compañías, de lo que yo no podría escapar si seguía por aquel mal camino, matando mi porvenir y haciéndonos desgraciados a los dos, por lo que puso manos a la obra sin perder un momento.
Había en nuestra vecindad un señor muy respetable que se llamaba don José Viñerta, que vivía con su único hijo, compañero mío de la vecindad y de la calle, aunque bastante mayor que yo, al que, como ocurre con la mayor parte de los militares, como lo era don José, aunque retirado, no podía controlar, porque su rigor inalterable en lo referente al cumplimiento del deber y de la ordenanza, sobre todo en el cuartel, se convertía en su caso en verdadera debilidad con los hijos y mucho más en su situación de soledad, puesto que era viudo y no tenía otra compañía que su único hijo, mi amiguito. Supimos que su papá, harto ya de los disgustos cada día mayores que le daba, le había internado en un colegio para sujetarle y mi madre, que lo sabía como todos los vecinos, se apresuró a informarse de él, de las condiciones y requisitos que se requerían para poder ser admitido en el colegio, decidiéndose a internarme también y mucho más estando allí, Pepe, mi amigo, que me echaría una mano en mis momentos de tristeza, que por cierto no habrían de ser pocos.